Comienzo con este post una serie de crónicas sobre París, mi ciudad europea favorita... Tan favorita que, pese a conocerla bien y haberla visitado en varias ocasiones, es el lugar que escogería para mi luna de miel.
Hoy os voy a hablar de mi primera visión de esta hermosa ciudad, que fue bonita y difícil (sí, como una historia de amor). Porque lo nuestro no fue un flechazo a primera vista, sino un lento enamoramiento con un personaje secundario muy especial: el maquillaje, que me salvó en los instantes de sombra, y es que es en París donde yo empecé a maquillarme.
Viví en París durante todo un curso escolar, Primero de BUP.
Mis padres consiguieron un año sabático, sobre el papel ese viaje en familia era un sueño, pero yo era una adolescente cabezota y no quería ir. De hecho me empeñé en no aprender francés, y no lo aprendí (sí, matadme en los comentarios.)
Además me inscribieron en el Lycée spagnol, un instituto que impartía clases en castellano y en el que reinaba un ambiente tremebundo. En el año que estudié allí, hubo robos, hubo drogas, hubo sexo explícito y hubo peleas con puñetazos y rodadas por el suelo de plástico verde vómito que nunca olvidaré.
Y todo eso lo vieron estos ojos míos: imaginad a la chiquilla más ingenua del mundo, ésa a la que ya en el tercer día de clase bautizaron sus compañeros con el mote de "la virgen perpetua" porque se atrevió a decir que ni había tenido ni pensaba tener experiencia sexual. Pues ahora vislumbrad la escena en la que, mañana tras mañana, llegaba la limpiadora al aula y nos decía: "chicos, ¿cuántas veces os tengo que repetir que no cojáis los condones de la papelera, que ya están usados?"
Comprended que para mí, París era el infierno de lunes a viernes. Pero luego llegaba el sábado y nos íbamos a Versalles. al Louvre, ¡a Sephora!: fin de semana tras fin de semana, aprendí a enamorarme de la ciudad.
Incluso la parte mala, la vivencia dura, tuvo sus buenas consecuencias: maduré.
Descubrí las diferencias. Descubrí mis propias creencias y me aferré a ellas, pero sabiendo ya que no eran las únicas. Me nació la conciencia social al conocer a una chica polaca que, justo en el pupitre de al lado, era tan pobre que no podía comer. Literal. Eso me tuvo sin dormir varias noches, y cuando mi madre me preguntó le dije... "mamá, es que no es Bosnia, ni Somalia... ¡es a mi lado! ¡A mi lado una chica pasa verdadera hambre!" Y nos involucramos y al final supimos que aquella niña llamada Ewa Kaniowska terminó en la Universidad: nos lo dijo la jefa de la cantina del liceo, a la que pedimos que cuidara cuando nos marchamos.
Y descubrí Sephora, que no había llegado aún a España. Y descubrí el rímel, de la mano de "Un coup de théatre" de Bourjois, y el rouge melocotón, de la mano de la barra de labios "Par la vie", también de Bourjois. Y descubrí que el simple gesto de pintarse labios y pestañas te hace sentir poderosa, te hace crecer. Y para dejar de ser ingenua, intransigente o influenciable, para que no me pisaran pero también para aprender a no pisar..., casi como un gesto de supervivencia, comencé a maquillarme en París.
Hoy os voy a hablar de mi primera visión de esta hermosa ciudad, que fue bonita y difícil (sí, como una historia de amor). Porque lo nuestro no fue un flechazo a primera vista, sino un lento enamoramiento con un personaje secundario muy especial: el maquillaje, que me salvó en los instantes de sombra, y es que es en París donde yo empecé a maquillarme.
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...Hasta en la funda de mi móvil está París |
Viví en París durante todo un curso escolar, Primero de BUP.
Mis padres consiguieron un año sabático, sobre el papel ese viaje en familia era un sueño, pero yo era una adolescente cabezota y no quería ir. De hecho me empeñé en no aprender francés, y no lo aprendí (sí, matadme en los comentarios.)
Además me inscribieron en el Lycée spagnol, un instituto que impartía clases en castellano y en el que reinaba un ambiente tremebundo. En el año que estudié allí, hubo robos, hubo drogas, hubo sexo explícito y hubo peleas con puñetazos y rodadas por el suelo de plástico verde vómito que nunca olvidaré.
Y todo eso lo vieron estos ojos míos: imaginad a la chiquilla más ingenua del mundo, ésa a la que ya en el tercer día de clase bautizaron sus compañeros con el mote de "la virgen perpetua" porque se atrevió a decir que ni había tenido ni pensaba tener experiencia sexual. Pues ahora vislumbrad la escena en la que, mañana tras mañana, llegaba la limpiadora al aula y nos decía: "chicos, ¿cuántas veces os tengo que repetir que no cojáis los condones de la papelera, que ya están usados?"
Comprended que para mí, París era el infierno de lunes a viernes. Pero luego llegaba el sábado y nos íbamos a Versalles. al Louvre, ¡a Sephora!: fin de semana tras fin de semana, aprendí a enamorarme de la ciudad.
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Publicidad de Sephora en París |
Incluso la parte mala, la vivencia dura, tuvo sus buenas consecuencias: maduré.
Descubrí las diferencias. Descubrí mis propias creencias y me aferré a ellas, pero sabiendo ya que no eran las únicas. Me nació la conciencia social al conocer a una chica polaca que, justo en el pupitre de al lado, era tan pobre que no podía comer. Literal. Eso me tuvo sin dormir varias noches, y cuando mi madre me preguntó le dije... "mamá, es que no es Bosnia, ni Somalia... ¡es a mi lado! ¡A mi lado una chica pasa verdadera hambre!" Y nos involucramos y al final supimos que aquella niña llamada Ewa Kaniowska terminó en la Universidad: nos lo dijo la jefa de la cantina del liceo, a la que pedimos que cuidara cuando nos marchamos.
Y descubrí Sephora, que no había llegado aún a España. Y descubrí el rímel, de la mano de "Un coup de théatre" de Bourjois, y el rouge melocotón, de la mano de la barra de labios "Par la vie", también de Bourjois. Y descubrí que el simple gesto de pintarse labios y pestañas te hace sentir poderosa, te hace crecer. Y para dejar de ser ingenua, intransigente o influenciable, para que no me pisaran pero también para aprender a no pisar..., casi como un gesto de supervivencia, comencé a maquillarme en París.